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serranouaille 's review for:
La montaña mágica
by Thomas Mann
Fue un martes de agosto cuando Hans Castorp puso por primera vez los pies en el sanatorio Berghof de Davos. Acudió a visitar a su primo, Joachim Ziemssen, con la intención de quedarse nada más que unas semanas. Sin saberlo, se estaba introduciendo en uno de esos espacios de cuento de hadas, de antiguas baladas medievales, un reino élfico en el que el tiempo transcurre de forma distinta a como lo hace en el mundo real.
Thomas Mann siempre aseguró que el auténtico tema de esta, su obra magna, era precisamente ése, el tiempo. No son pocos los capítulos que tratan directa o indirectamente de su percepción, de cómo sienten los humanos su duración, de cómo el cerebro se lo ha tenido que inventar para dotar de orden al caos primordial en el que se mueve. Pero las mil páginas de La Montaña Mágica dan, evidentemente, para mucho más. La novela está construida de forma que te atrape y te haga sentir, al igual que lo siente Castorp, el paso del tiempo. Nos cuenta las vivencias de todos los habitantes del sanatorio médico Berghof, donde los enfermos de tuberculosis acuden para ponerse en manos del doctor Behrens y conseguir curarse o, al menos, asegurarse un final de sus días lo menos doloroso posible. Pero lo hace con un ritmo diferente en cada parte de la novela: primero siete días ocupan casi doscientas páginas, esa misma porción de novela servirá para hablar de unas semanas, después se irán los años de un plumazo. Así, la propia estructura de la novela hace que nos identifiquemos con la percepción subjetiva de Hans Castorp.
Pero esto tiene un precio. La estancia de Castorp en el sanatorio está, como cualquiera que haya pasado un tiempo recluido en un hospital lo sabe, marcada por un tedio inagotable que se te agarra al alma y no te deja escapar, como si fueran arenas movedizas. Y el tedio está ahí, también, para el lector. No son pocos los que hablan de La Montaña Mágica como de una experiencia frustrante, una lectura contra la que han tenido que luchar y pelear, rindiéndose en muchos casos. Sin llegar a defender la pereza intelectual del ”lo que no me interesa, me lo salto” como decía Rosa Montero en un artículo, sí que hay que decir que mucha de la culpa de ese prejuicio que la gente le pueda tener a La Montaña Mágica la tienen sus malas traducciones. Afortunadamente, Isabel García Adánez se ha encargado recientemente de darle un lustre más moderno y luminoso a las páginas de Thomas Mann.
Hay múltiples elementos que justifican de por sí la lectura. Por un lado, están sus personajes, memorables, como el intelectual Settembrini o el vividor pantagruélico Mynheer Peperkoorn. Hay una historia de amor, entre Castorp y Clawdia Chauchat, que no es precisamente emocionante ni apasionada, sino más bien banal, natural y por tanto, más verosímil. Y en su trasfondo, hay referencias inagotables que convierten La Montaña Mágica en un lugar que parece distinto cada vez que nos encaramos con él: ecos de la historial del Grial, de los viejos cuentos de hadas alemanes, veladas referencias homosexuales, un caudal de erudición musical y literaria. La Montaña Mágica tiene pasajes para todos, desde el naufragio en la nieve —enormemente poético— hasta la sesión espiritista, pasando ese número siete que se repite en todas partes y que encantará a los conspiranoicos.
Quizás, la grandeza de La Montaña Mágica esté irónicamente en su banalidad; resulta que de la simple convivencia surge un enamoramiento romántico, en el duelo dialéctico de dos pedantes está todo el enfrentamiento intelectual europeo de siglos, en una simple sombra en una radiogafía está escrito el destino de un hombre. Y quizás, por eso, Thomas Mann escondió, casi de pasada, el mensaje último y definitivo de la novela. Lo dice Hans Castorp —y de inmediato se ríe de él Settembrini—: el camino a una salud superior pasa necesariamente por la enfermedad. No puede haber vida sin muerte. Quién sabe cuánto le dolió a Thomas Mann esa revelación, rodeado de la “Fiesta Mundial de la Muerte”, cuando veía a toda Europa sumirse en el caos y el dolor, cuando esa muerte que planeaba silenciosa sobre el sanatorio Berghof llegó a conquistar todas las naciones.
Thomas Mann siempre aseguró que el auténtico tema de esta, su obra magna, era precisamente ése, el tiempo. No son pocos los capítulos que tratan directa o indirectamente de su percepción, de cómo sienten los humanos su duración, de cómo el cerebro se lo ha tenido que inventar para dotar de orden al caos primordial en el que se mueve. Pero las mil páginas de La Montaña Mágica dan, evidentemente, para mucho más. La novela está construida de forma que te atrape y te haga sentir, al igual que lo siente Castorp, el paso del tiempo. Nos cuenta las vivencias de todos los habitantes del sanatorio médico Berghof, donde los enfermos de tuberculosis acuden para ponerse en manos del doctor Behrens y conseguir curarse o, al menos, asegurarse un final de sus días lo menos doloroso posible. Pero lo hace con un ritmo diferente en cada parte de la novela: primero siete días ocupan casi doscientas páginas, esa misma porción de novela servirá para hablar de unas semanas, después se irán los años de un plumazo. Así, la propia estructura de la novela hace que nos identifiquemos con la percepción subjetiva de Hans Castorp.
Pero esto tiene un precio. La estancia de Castorp en el sanatorio está, como cualquiera que haya pasado un tiempo recluido en un hospital lo sabe, marcada por un tedio inagotable que se te agarra al alma y no te deja escapar, como si fueran arenas movedizas. Y el tedio está ahí, también, para el lector. No son pocos los que hablan de La Montaña Mágica como de una experiencia frustrante, una lectura contra la que han tenido que luchar y pelear, rindiéndose en muchos casos. Sin llegar a defender la pereza intelectual del ”lo que no me interesa, me lo salto” como decía Rosa Montero en un artículo, sí que hay que decir que mucha de la culpa de ese prejuicio que la gente le pueda tener a La Montaña Mágica la tienen sus malas traducciones. Afortunadamente, Isabel García Adánez se ha encargado recientemente de darle un lustre más moderno y luminoso a las páginas de Thomas Mann.
Hay múltiples elementos que justifican de por sí la lectura. Por un lado, están sus personajes, memorables, como el intelectual Settembrini o el vividor pantagruélico Mynheer Peperkoorn. Hay una historia de amor, entre Castorp y Clawdia Chauchat, que no es precisamente emocionante ni apasionada, sino más bien banal, natural y por tanto, más verosímil. Y en su trasfondo, hay referencias inagotables que convierten La Montaña Mágica en un lugar que parece distinto cada vez que nos encaramos con él: ecos de la historial del Grial, de los viejos cuentos de hadas alemanes, veladas referencias homosexuales, un caudal de erudición musical y literaria. La Montaña Mágica tiene pasajes para todos, desde el naufragio en la nieve —enormemente poético— hasta la sesión espiritista, pasando ese número siete que se repite en todas partes y que encantará a los conspiranoicos.
Quizás, la grandeza de La Montaña Mágica esté irónicamente en su banalidad; resulta que de la simple convivencia surge un enamoramiento romántico, en el duelo dialéctico de dos pedantes está todo el enfrentamiento intelectual europeo de siglos, en una simple sombra en una radiogafía está escrito el destino de un hombre. Y quizás, por eso, Thomas Mann escondió, casi de pasada, el mensaje último y definitivo de la novela. Lo dice Hans Castorp —y de inmediato se ríe de él Settembrini—: el camino a una salud superior pasa necesariamente por la enfermedad. No puede haber vida sin muerte. Quién sabe cuánto le dolió a Thomas Mann esa revelación, rodeado de la “Fiesta Mundial de la Muerte”, cuando veía a toda Europa sumirse en el caos y el dolor, cuando esa muerte que planeaba silenciosa sobre el sanatorio Berghof llegó a conquistar todas las naciones.