A review by kokeshi8
Misceláneas primaverales by Natsume Sōseki, José Pazó, Akira Sugiyama

3.0

Es primera vez que leo algo de Soseki y debo decir que me ha desconcertado. Mi parte favorita ha sido Los sueños de diez noches. Me gustó el Soseki con sueños perturbadores, muy oscuros y angustiantes. Ahora, no sé si este es el mejor libro para comenzar a leer a Natsume. Probablemente no, pero no me arrepiento de mi elección. A veces hay que conocer la peor parte de alguien primero para disfrutar todo lo bello que tiene que ofrecer después (?).


- Espérame cien años- dijo con un tono resuelto-. Espérame al lado de mi tumba. Vendré a ver sin falta.

Tú eres un samurái. Si eres samurái, se supone que puedes lograr la iluminación espiritual- me había dicho el monje-. Y considerando que ha pasado tanto tiempo y no lo has logrado, tendremos que concluir que en realidad tú no eres un samurái. Eres una basura humana -se rio-. Caramba, parece que no te ha gustado lo que he dicho. Si te sientes ofendido, demuestra que has logrado la iluminación. -Y dicho esto, miró despectivamente para otro lado. Esa falta de respeto hacia mi persona no podía quedar así.
En el salón contiguo hay un reloj grande. Antes de que toque la siguiente campanada lograré la iluminación. La lograré e iré a ver al monje. A cambio de mi iluminación de decapitaré. Si no lo logro la iluminación, no podré darle muerte. Tengo que lograr la iluminación cueste lo que cueste. Yo soy un samurái.

A pesar de ser mi hijo, sentí miedo. Seguir con él a la espalda me causaba temor. Me pregunté si no habría algún lugar donde librarme de la carga.

Había empezado a llover hacía un momento. El sendero se había puesto cada vez más oscuro. Yo estaba desesperado. Iba con un niño a cuestas, y ese niño reflejaba como un espejo cada detalle de mi pasado, presente y futuro. Además el niño era mi hijo, y estaba ciego. Yo sentí una angustia infinita.

El anciano, deteniendo el largo soplo a la mitad, le contesto: vivo en el fondo del ombligo.

Se hace profundo,
se hace de noche,
se hace recto.

Quien imitó el canto del gallo fue Amanojaku, la diosa de la perversidad. Mientras aquellas huellas no se borren, Amanojaku será mi enemiga jurada.

Yo me sentía totalmente desamparado. No sabía cuándo iba a poder pisar tierra. Tampoco sabía nada acerca del destino del barco. Lo único cierto era que este avanzaba surcando olas y echando humo negro. El ondulante mar era inmenso; azul hasta el horizonte, por momentos adquiría un color purpúreo. Una estela de burbujas blancas acompañaba eternamente a la nave. Pero tan desamparado me sentía, que algunas veces pensaba que sería mejor arrojarme al mar que seguir en el barco.

Yo me sentí aún más decepcionado y decidí matarme. Una noche, cuando no había nadie que me viera, me arrojé al mar. Pero en el instante en que mis pies dejaron la cubierta y quedé definitivamente separado del barco, sentí de repente que quería vivir. Desde lo más profundo de mi ser me arrepentí de lo que había hecho. Pero ya era tarde. Aunque no lo quisiera, iba a caer al mar. Pero era tan alto el barco, que aunque ya había saltado de él, mis pies no lograban tocar el mar. Sin embargo, no había nada a lo que agarrarme. Y el mar se acercaba cada vez más. Por más que encogiera las piernas, el mar ya estaba allí. Sus aguas eran negras.
En eso el barco, echando como siempre su eterno humo negro, pasó de largo y se alejó. Yo al fin medaba cuenta de que, aunque no supuera adónde me dirigía, habría sido mejor quedarme en el barco. Pero darme cuenta ahora ya no tenía sentido. Con un recordimiento y un horror infinitos me fui hundiendo en las oscuras aguas de aquel mar.

El padre no volvió. La madre le preguntaba todos los días al niño: "¿Y tu padre dónde estará?". El niño no contestaba. Pero después de cuerto tiempo empezó a contestar: "Por allá". La madre le preguntaba: "¿Y cuándo vuelve?". El niño a esa pregunta también contestaba: "Por allá", y se reía. La madre también se reía. "Pronto ha de volver", le repetía al niño una y otra vez para que lo aprendiera.

Yo asentía mientras reflexionaba que según la teoría de este hombre, el culpable de los robos no era el ladros sino las víctimas.

Todos los defectos humanos: la amargura, la envidia, la obstinación, la rigidez, la duda, habrían jugueteado con su apacible rostro para darle con los años ese retorcido aspecto. Tal era mi impresión.

Al final de la conversación, y como aprovechando la oportunidad, me dijo que su país natal no era Inglaterra sino Francia. Luego, dirigiendo los ojos negros hacia los narcisos marchitos en el jarrón de vidrio, agregó que Inglaterra, un país tan frío y nublado, no era un lugar agradable para vivir. Con sus ojos fijos en los narcisos, tal vez pretendía señalarme que en ese país ni siquiera las flores eran bellas.

Una llama se alzó iluminando el rostro de la señora, y pude darme cuenta de que se había puesto un ligero maquillaje en las mejillas, ahora ya rojas por el calor. De pie en la puerta percibí la soledad que escondía aquel maquillaje.

Mis ojos estaban cansados de ver tanta gente y en mi interior sentí una profunda soledad.

Yo hubiera preferido imitir el saludo para no tener que estrechar aquella flácida mano, pero el profesor, cada vez que me decía "Hola", extendía maquinalmente la peluda mano llena de arrugas y yo no tenía más remedio que darle la mía. ¡Qué le vamos a hacer!; así son las costumbres.