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A review by camoru82
Un mundo huérfano by Giuseppe Caputo
3.0
(…) Más tarde las olas, en silencio, moribundas, desplegadas como mantas, regresaron a la orilla los cuerpos desnudos de tres ancianos. “Quizás eran jóvenes”, pensé, “y estuvieron mucho tiempo en el agua”.
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En la ronda, luego, estaban los ahorcados. Estos cuerpos que fueron hombres, suspendidos ahora en el aire, parecían mirar, impasibles, a los muertos de al frente. Y estos muertos estaban intervenidos para parecer mujeres: les pusieron piedras en el pecho, como senos; les cercenaron la verga. Entre esos yacía uno cuyo vientre se agitaba, independiente. "Está vivo", dijo alguien. Tenía heridas, el vientre, y las habían cosido. Al acercamos vimos un pico, que desaparecía y aparecía, pertinaz, rompiendo los hilos para abrirse paso. Por fin, un gallo salió del roto y el cuerpo anónimo se dejó de mover.
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Cuando le preguntaba, hace años, por mi nacimiento, mi padre me sentaba a su lado, o en las piernas, para hablarme del cielo y las estrellas, y de un planeta en particular que quedaba, según decía, a las afueras del universo. No tenía nombre ese planeta —no para nosotros, en la Tierra. pues quedaba muy lejos y nadie nunca lo había nombrado—. De ahí su importancia, decía él: que a pesar de que existiera y supiéramos que existía, no tuviera un nombre.
Era un mundo huérfano, sin sol, y la noche, por tanto, era perpetua. "Hay muchos planetas así", agregaba Papi mirando el cielo y recomendándome que yo también lo hiciera. "huérfanos de la estrella-madre. luego del nacimiento de los sistemas solares".
Para hablar de la vida allá, del mundo que era ese planeta, narraba lo que venía a ser una noche cualquiera en ese lugar, concentrándose en la apariencia de sus habitantes: "Todos allí podían mezclarse —y todo, con todo—, por lo que nacían siempre criaturas distintas, extrañas a nuestros ojos. miles y miles a cada hora. Salir de casa, cada vez, era salir a un mundo nuevo".
Los paisajes en ese orden (o desorden, según se viera) variaban continuamente: si una noche había árboles en el camino —árboles con raíz, tronco y ramas, como los nuestros, y con hojas, cientos de ellas—. podía ocurrir que a la siguiente hubiera varios nuevos. Uno alado, con garras en las raíces y plumas negras, hijo de un pino y un cuervo (y el árbol, aunque alado, no podía surcar el aire, pues su tronco tan pesado le impedía elevarse). Otro árbol amanecía —no: anochecía, pues siempre era de noche en ese planeta— cubierto con un caparazón gigante. resultado de la mezcla nocturna de un castaño con una tortuga (y podían verse sus ramas, asomándose por los huecos de la coraza. como si fueran las patas del morrocoyo). También podía ocurrir, y no sin frecuencia, que el camino se despoblara de árboles, poco a poco, pues así como muchos nacían y crecían y se quedaban en ese terreno, otros se iban de allí galopando ("Ah". suspiraba mi padre, "¡imagina los relinchos de esos árboles-caballo!") y a veces incluso reptando, como hicieron los hijos de un ciprés y una serpiente.
Y es que así como el pino y el cuervo podían tener árboles-cuervo, y la tortuga y el castaño, castaños acorazados, también podían tener cuervos-pino y tortugas-árbol, respectivamente. Los primeros debían cuidarse de llegar a tierra cuando se cansaran de volar, pues tenían raíces en vez de patas, y las raíces podían arraigarse en el suelo y no soltarse más (también debían evitar, estos cuervos-pino, que algún animal masticara sus hojas, que crecían a la par de sus plumas negras). En cuanto a las tortugas-árbol, mi padre decía que era frustrante para algunas nacer sin coraza, pues se sentían expuestas (y sus capas de hojas no bastaban para aliviar ese sentir), aunque también era cierto que otras nacían protegidas por un tronco de madera. Estas crías eran largas y verlas de lejos era ver a un castaño en posición horizontal, con cabeza y paticas de reptil, caminando lento. (…)
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En la ronda, luego, estaban los ahorcados. Estos cuerpos que fueron hombres, suspendidos ahora en el aire, parecían mirar, impasibles, a los muertos de al frente. Y estos muertos estaban intervenidos para parecer mujeres: les pusieron piedras en el pecho, como senos; les cercenaron la verga. Entre esos yacía uno cuyo vientre se agitaba, independiente. "Está vivo", dijo alguien. Tenía heridas, el vientre, y las habían cosido. Al acercamos vimos un pico, que desaparecía y aparecía, pertinaz, rompiendo los hilos para abrirse paso. Por fin, un gallo salió del roto y el cuerpo anónimo se dejó de mover.
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Cuando le preguntaba, hace años, por mi nacimiento, mi padre me sentaba a su lado, o en las piernas, para hablarme del cielo y las estrellas, y de un planeta en particular que quedaba, según decía, a las afueras del universo. No tenía nombre ese planeta —no para nosotros, en la Tierra. pues quedaba muy lejos y nadie nunca lo había nombrado—. De ahí su importancia, decía él: que a pesar de que existiera y supiéramos que existía, no tuviera un nombre.
Era un mundo huérfano, sin sol, y la noche, por tanto, era perpetua. "Hay muchos planetas así", agregaba Papi mirando el cielo y recomendándome que yo también lo hiciera. "huérfanos de la estrella-madre. luego del nacimiento de los sistemas solares".
Para hablar de la vida allá, del mundo que era ese planeta, narraba lo que venía a ser una noche cualquiera en ese lugar, concentrándose en la apariencia de sus habitantes: "Todos allí podían mezclarse —y todo, con todo—, por lo que nacían siempre criaturas distintas, extrañas a nuestros ojos. miles y miles a cada hora. Salir de casa, cada vez, era salir a un mundo nuevo".
Los paisajes en ese orden (o desorden, según se viera) variaban continuamente: si una noche había árboles en el camino —árboles con raíz, tronco y ramas, como los nuestros, y con hojas, cientos de ellas—. podía ocurrir que a la siguiente hubiera varios nuevos. Uno alado, con garras en las raíces y plumas negras, hijo de un pino y un cuervo (y el árbol, aunque alado, no podía surcar el aire, pues su tronco tan pesado le impedía elevarse). Otro árbol amanecía —no: anochecía, pues siempre era de noche en ese planeta— cubierto con un caparazón gigante. resultado de la mezcla nocturna de un castaño con una tortuga (y podían verse sus ramas, asomándose por los huecos de la coraza. como si fueran las patas del morrocoyo). También podía ocurrir, y no sin frecuencia, que el camino se despoblara de árboles, poco a poco, pues así como muchos nacían y crecían y se quedaban en ese terreno, otros se iban de allí galopando ("Ah". suspiraba mi padre, "¡imagina los relinchos de esos árboles-caballo!") y a veces incluso reptando, como hicieron los hijos de un ciprés y una serpiente.
Y es que así como el pino y el cuervo podían tener árboles-cuervo, y la tortuga y el castaño, castaños acorazados, también podían tener cuervos-pino y tortugas-árbol, respectivamente. Los primeros debían cuidarse de llegar a tierra cuando se cansaran de volar, pues tenían raíces en vez de patas, y las raíces podían arraigarse en el suelo y no soltarse más (también debían evitar, estos cuervos-pino, que algún animal masticara sus hojas, que crecían a la par de sus plumas negras). En cuanto a las tortugas-árbol, mi padre decía que era frustrante para algunas nacer sin coraza, pues se sentían expuestas (y sus capas de hojas no bastaban para aliviar ese sentir), aunque también era cierto que otras nacían protegidas por un tronco de madera. Estas crías eran largas y verlas de lejos era ver a un castaño en posición horizontal, con cabeza y paticas de reptil, caminando lento. (…)